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sus pequeños a la taberna por vino o aceite, iban en persona a plantarse
ante el mostrador, buscando varios pretextos que la tabernera se levan-
tase de la silla, que se moviera para servirlas, mientras ellas la seguían
con mirada voraz, apreciando las líneas de su talle agarrotado.
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Vicente Blasco Ibáñez
-Sí que està -decían unas con aire de triunfo al avistarse con las veci-
nas.
-No està -gritaban otras-. Tot són mentires.
Y Neleta, que adivinaba la causa de tantas idas y venidas, acogía con
sonrisa burlona a las curiosas... ¡Tanto bueno por aquí! ¿Qué mosca les
había picado, que no podían pasar sin verla...? ¡Parecía que en su casa
se ganaba un jubileo...!
Pero esta alegría insolente, la audacia con que provocaba la curiosidad
de las comadres, evaporábase por la noche, después de una jornada de
sufrimientos asfixiantes y de forzada serenidad. Al despojarse de la
coraza de ballenas caía repentinamente su valor, como el del soldado que
se ha excedido en un empeño heroico y no puede más. El desaliento se
apoderaba de ella, al mismo tiempo que las hinchadas entrañas se espar-
cían libres de opresión. Pensaba con terror en el suplicio que había de
sufrir al día siguiente para ocultar su estado.
No podía más. Ella, tan fuerte, lo declaraba a Tonet en el silencio de
unas noches que ya no eran de amor, sino de zozobra y dolorosas confi-
dencias. ¡Maldita salud! ¡Como envidiaba ella a las mujeres enfermizas
en cuyas entrañas jamás germina la vida...!
En estos instantes de desaliento hablaba de huir, de dejar la taberna
encomendada a su tía, refugiándose en un barrio apartado de la ciudad
hasta que saliera del mal paso. Pero la reflexión la hacía ver inmediata-
mente lo inútil de la fuga. La imagen de la Samaruca surgía ante ella.
Huir equivaldría a acreditar lo que hasta entonces sólo eran sospechas.
¿Dónde iría que no la siguiese la feroz cuñada de Cañamel...?
Además, estaban a fines del verano. Iba a recoger la cosecha de sus
campos de arroz y despertaría la curiosidad de todo el pueblo una ausen-
cia injustificada, tratándose de una mujer que con tanto celo cuidaba
sus intereses.
Se quedaría. Afrontaría cara a cara el peligro: permaneciendo en su
sitio la vigilarían menos. Pensaba con terror en el parto, misterio
doloroso que aún aparecía más lúgubre envuelto para ella en las som-
bras de lo desconocido, y procuraba olvidar su miedo ocupándose de las
operaciones de la siega, regateando con los braceros el precio de su tra-
bajo. Reñía a Tonet, que por encargo suyo iba a vigilar a los jornaleros,
pero llevando siempre en el barquito la escopeta de Cañamel y su fiel
perra la Centella, y ocupándose más de disparar a las aves que de con-
tar las gavillas del arroz.
Algunas tardes abandonaba la taberna al cuidado de la tía y marcha-
ba a la era, una replaza de barro endurecido en medio del agua de los
campos. Estas excursiones eran un calmante para su dolorosa situación.
Oculta tras las gavillas, arrancábase el corsé con gesto angustioso y se
sentaba al lado de Tonet, sobre la enorme pila de paja de arroz, que
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Cañas y barro
esparcía un olor punzante. A sus pies daban vueltas los caballos en la
monótona tarea de la trilla, y ante ellos extendía la Albufera su inmensa
lámina verde, reflejando invertidas las montañas rojas y azuladas que
cortaban el horizonte.
Estas tardes serenas calmaban la inquietud de los dos amantes. Se
sentían más felices que en la cerrada alcoba, cuya oscuridad se poblaba
de terrores. El lago sonreía dulcemente al arrojar de sus entrañas la
cosecha anual; los cantos de los trilladores y de los tripulantes de las
grandes barcas cargadas de arroz parecían arrullar a la Albufera madre
después de aquel parto que aseguraba la vida a los hijos de sus riberas.
La calma de la tarde dulcificaba el carácter irritado de Neleta,
infundiéndola nuevas confianzas. Contaba con los dedos el curso de los
meses y el término de la gestación que se verificaba en sus entrañas.
Faltaba poco tiempo para el penoso suceso que podía cambiar la suerte
de su vida. Sería al mes siguiente, en noviembre, tal vez cuando se cele-
brasen en la Albufera las grandes tiradas llamadas de San Martín y
Santa Catalina. Al contar, recordaba que aún no hacía un año que
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