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Llevé los libros a una tienda, los vendí por
cincuenta y cinco copeques y di el dinero a mi
abuela. La mención ho-norífica la llené de garabatos,
la doblé y se la di al abuelo, que la guardó sin mirarla
y sin reparar en mi travesura. Pero llegó un día en
que la tontería me había de costar cara.
Terminados felizmente mis estudios en la
escuela pude dedicar todo mi tiempo a rondar por
las calles. Por aquella época se estaba muy bien al
aire libre, porque la primavera había comenzado y
nuestro negocio florecía. Los domingos íbamos
todos juntos, por la mañana temprano, a los bosques
de pinos, y volvíamos al arrabal al anochecer, con un
agradable cansancio y sintiéndonos más encariñados
unos con otros.
Pero aquella vida no podía durar mucho. Mi
padrastro ha-bía vuelto a perder su colocación y
desaparecido no sé dónde, y mi madre se trasladó a
casa de mi abuelo con mi hermanito Nicolás. Mi
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D Í A S D E I N F A N C I A
abuela se había mudado a la ciudad y vivía en casa
de un comerciante rico, que le había encargado
encajes para un mantel que había de representar el
entierro de Jesús. No me quedó, pues, más remedio
que hacer de niñera de mi hermanito.
Mi madre, muda y desmirriada, apenas podía
mover las piernas, y todo lo miraba con expresión
de espanto. El niño padecía de escrofulismo y estaba
tan débil que ni siquiera tenía fuerzas para llorar
recio cuando sentía hambre, sino que gemía de un
modo espeluznante. Cuando estaba harto dormitaba,
y su respiración sonaba como el ronroneo de un
gato.
Mi abuelo lo había palpado minuciosamente por
todas par-tes cuando se le llevaron y dijo:
Habría que darle bien de comer, pero yo no
tengo para manteneros a todos.
Mi madre estaba sentada en el rincón, sobre su
cama, y suspiró roncamente:
-Pues el pobrecillo con poco tiene bastante.
-Un poco aquí y otro poco allá... Entre muchos
pocos hacen un mucho.
Se apartó de ella y me dijo:
-El pequeño tiene que estar mucho tiempo al
aire libre, al sol. Tiene que sentarse en la arena.
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MÁ X I MO G O R K I
Yo cogía con un saco arena seca y limpia, la
echaba en un lugar soleado debajo de la ventana,
formando un montón, y enterraba en ella a mi
hermanito hasta el cuello, como me había mandado
mi abuelo.
Al niño le gustaba estarse así, entre la arena,
pues sonreía muy satisfecho y me miraba con sus
extraños ojos, cuyo blanco no se veía gracias a las
grandes pupilas de azul oscuro en medio de un
círculo claro.
Sentí en seguida gran afecto por mi hermanito,
que me parecía como si comprendiera todo lo que
yo pensaba, cuando estaba a su lado en la arena y
cuando la voz de carraca de mi abuelo llegaba hasta
nosotros por la ventana abierta:
-Para morirse no se necesita gran ciencia. El
caso es saber vivir...
Mi madre no hacía más que toser larga y
pesadamente.
El pequeño se libertaba los brazos de la arena,
los tendía hacia mí y movía la blanca cabecita; sus
lacios cabellos tenían un viso gris, y la carita, una
expresión sensata y senil.
Si una gallina o un gato se acercaba a nosotros,
Kofta miraba largo rato al animal, luego me miraba a
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D Í A S D E I N F A N C I A
mí y sonreía casi imperceptiblemente. A mí me
confundía aquella sonrisa. ¿Adivinaría acaso que yo
me aburría a su lado y que preferiría dejarlo solo
para ir a corretear por las calles?
El patio era estrecho y sucio. Desde el portalón
hasta la caseta del baño se extendían pequeñas
cocheras de tablas, leñeras y bodegas. Los tejados
estaban cubiertos de restos de embarcaciones, de
troncos, tablas y virutas húmedas, que la gente
menuda de la casa pescaba en la época del deshielo y
de la inundación. También en el patio había grandes
montones de madera húmeda de todas clases, que se
corrompía al sol y exhalaba un olor putrefacto.
Cerca había un matadero, donde casi todas las
mañanas se escuchaban el mugir de las terneras y el
balar de los carneros, y del que llegaba un olor a
sangre tan fuerte que a veces yo pensaba que lo veía
flotar como una red transparente y purpúrea en el
denso polvo del patio.
Cuando los animales mugían bajo los certeros
golpes de la maza del matarife, Kolia entornaba los
ojos e hinchaba los carrillos... Era evidente que
quería imitar el sonido, pero no hacía más que
expeler el aire:
-F-f-fú...
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MÁ X I MO G O R K I
A mediodía, mi abuelo sacaba la cabeza por la
ventana y exclamaba:
-¡A la mesa!
Cogía en sus rodillas al pequeño y él mismo le
daba las papillas, metiéndoselas en la boca con sus
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