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empezar, podríamos ejercer juntas.
La idea produjo en R.J. un entusiasmo inmediato, pero muy pronto se impuso la razón.
 Eres mi mejor amiga y te quiero mucho, Gwen, pero mi consultorio es demasiado pequeño para dos
médicos, y no quiero mudarme.
Estoy integrada en el pueblo, su gente es mi gente. Estoy contenta de lo que he conseguido aquí y no
quiero arriesgarme a estropearlo.
Gwen le apoyó un dedo en los labios.
 No querría hacer nada que te estropeara las cosas.
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 ¿Y si montaras tu propio consultorio en algún sitio cercano?
También podríamos trabajar juntas, y tal vez formar una red cooperativa de buenos médicos
independientes. Podríamos unificar la compra de suministros, hacernos sustituciones mutuas, contratar
conjuntamente el trabajo de laboratorio, enviarnos pacientes, compartir a alguien que se ocupara de la
facturación, y ver la manera de proporcionar tratamiento a las personas sin seguro. ¿Qué te parece?
 ¡Me parece estupendo!
A la tarde siguiente empezaron a buscar un local para Gwen en las localidades cercanas. Tres días más
tarde encontraron uno de su agrado en un edificio de ladrillo rojo en Shelburne Falls, que en sus dos plantas
albergaba ya dos abogados, un psicoterapeuta y una academia de baile de salón.
Un martes por la mañana se levantaron todavía a oscuras y, sin entretenerse más que para tomar un café,
se desplazaron al hospital bajo el frío que precede al amanecer. Pasaron por el proceso de limpieza con el doctor
Noyes, buscando la asepsia en la rutina prescrita que era al mismo tiempo práctica necesaria y rito de su
profesión. A las siete menos cuarto, cuando ya estaban en el quirófano, entraron a Toby en camilla.
 Hola, pequeña  la saludó R.J. con la boca cubierta por la mascarilla, y le hizo un guiño.
Toby esbozó una sonrisa confusa. Ya le habían conectado una solución intravenosa de lactato de Ringer
a la que se había añadido un relajante; Midazolam, según sabía R.J. por su conversación con Dom Perrone, el
anestesista que supervisaba las conexiones del electrocardiógrafo, el control de la presión sanguínea y el
oxímetro de pulso. R.J. y Gwen se mantuvieron a un lado, cruzadas de brazos, sin acercarse a la zona
esterilizada, mientras el doctor Perrone le administraba a Toby 120 mg de Propofol.
«Hasta la vista, amiga mía.
Que duermas bien», le deseó mentalmente R.J. con cariño.
El anestesista administró un relajante muscular, insertó la sonda endotraqueal e instauró el flujo de
oxígeno, al que añadió óxido nitroso e Isoflurane. Finalmente soltó un gruñido de satisfacción.
 Ya la tiene a punto, doctor Noyes.
En pocos minutos Dan Noyes realizó las tres minúsculas incisiones e insertó el ojo de fibra óptica, que
les presentó en la pantalla de un monitor el interior de la pelvis de Toby.
 Crecimientos endometriales en la pared pélvica  observó el doctor Noyes . Eso explicaría los dolores
esporádicos que se mencionan en su historial.
Un instante después el médico y las dos visitantes intercambiaron significativas miradas: la pantalla
mostraba cinco pequeños quistes entre los ovarios y las trompas de Falopio, dos a un lado y tres al otro.
 Eso podría explicar por qué no se ha producido el embarazo  musitó Gwen.
 Es posible que sea la causa  asintió Dan Noyes alegremente, y siguió trabajando.
Una hora más tarde habían sido extirpados los crecimientos endométricos y los quistes. Toby
descansaba cómodamente, y Gwen y R.J.
viajaban de regreso por el camino Mohawk para que R.J. pudiera llegar a tiempo al consultorio.
 El doctor Noyes ha hecho un trabajo muy limpio  comentó Gwen.
 Es muy bueno. Se retira este año. Entre sus pacientes hay muchas mujeres de las colinas.
Gwen asintió.
 Humm. En tal caso, recuérdame que le envíe una carta y que lo elogie muchísimo  respondió, y le
dirigió a R.J. una cálida sonrisa.
Gwen se marchaba el viernes, así que decidieron aprovechar el jueves.
 Vamos a ver  dijo Gwen . He contribuido generosamente al bienestar de tus guisantes, he trastocado
toda mi vida para ser tu socia y vecina y he colaborado en ayudar a Toby. ¿Puedo hacer algo más antes de irme?
 Ahora que lo dices... Ven conmigo  le contestó R.J.
En el cobertizo encontró el mazo de un kilo y medio y la vieja palanqueta, larga y gruesa, que quizá
Harry Crawford había abandonado allí. Le dio a Gwen unos guantes de trabajo y el mazo, y ella cargó con la
palanqueta mientras conducía a su amiga por el sendero hasta el último puente.
Las tres piedras planas todavía estaban donde las había dejado.
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Se metieron en el arroyo.
R.J. colocó la palanqueta en la posición adecuada y se la hizo sostener a Gwen mientras ella la encajaba
firmemente bajo el extremo del tronco de la orilla opuesta.
 Ahora intentaremos levantarlo entre las dos  le explicó . Cuando cuente tres. Una..., dos...  A R.J. le
habían enseñado en la escuela que con una palanca lo bastante larga, según Arquímedes, se podría mover el
mundo. Ahora tenía fe . Tres.
Y naturalmente, cuando Gwen y ella aplicaron sus fuerzas al unísono, el extremo del tronco se levantó.
 Un poco más  le pidió R.J. . Ahora tendrás que aguantarlo tú sola.
El rostro de Gwen se volvió inexpresivo.
 ¿De acuerdo?
Gwen asintió. R.J. soltó la palanqueta y se precipitó hacia las piedras planas.
 R.J.
La palanca tembló mientras R.J. cogía una de las piedras y la insertaba en su lugar. Después se agachó
inmediatamente a coger otra. Gwen jadeaba.
 ¡R.J.!  La segunda piedra quedó encajada . ¡Por... el amor... de Dios!
 Aguanta. Aguanta, Gwen.
La última piedra cayó en su lugar con un ruido sordo justo cuando Gwen soltaba la palanca y doblaba
las rodillas en el lecho del arroyo.
R.J. necesitó todas las fuerzas que le quedaban para sacar la palanqueta de debajo del tronco.
Al salir, rozó la piedra de encima, pero se mantuvieron las tres en su sitio. R.J. dejó el arroyo y se puso
en mitad del puente. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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